Vieron llegar los camiones a través del largo camino de tierra, la polvareda llegó primero, el ruido un poco después, el olor al gasoil mal quemado de los motores viejos impregnó el aire por el resto de la tarde. Eran varios camiones, más de los habituales. El que conocía los números dijo eso, que eran muchos, es decir, más de cuatro, pero menos que bastantes. Todos estaban igualmente cargados hasta el tope con los mismos troncos de gruesos árboles que parecían recién talados y que alguien cargara en algún otro lugar, ahora ellos debían trasladar de un camión a otro para que continuaran su camino hacia el aserradero donde se convertirían en postes telegráficos, vigas, durmientes, tablas, palos de escoba, escarbadientes, aserrín o vaya uno a saber qué.
Pasarían la tarde allí, lo sabían y no podían quejarse porque a nadie le importaba lo que ellos pudieran decir.
El primer camión se acercó a la zona de carga y descarga, donde esperaba otro camión vacío en el que debían acomodar los pesados troncos. Los seis miembros del primer equipo de operarios comenzaron a trabajar mientras el conductor del camión se acercaba a las casillas del personal de consuelo, esas a las que los operarios no tenían permitido ingresar. Un dejo de envidia, mezclado con odio y desprecio, los recorrió sin que pudieran hacer nada al ver en cuál de las casillas ingresaba.
Poco más tarde el camión antes vacío ya estaba cargado y preparado para continuar el viaje. El conductor regresó, se subió a él y lo puso en marcha. Una pesada nube de combustible mal quemado envolvió a los operarios. Luego de dejar calentar el motor un par de minutos, se alejó por el mismo camino por el que llegara.
Le tocó el turno al segundo de los camiones, que se acercó al espacio que quedara vacío, el conductor apagó el motor, descendió y se acercó a una de las casillas. Antes de cerrar la puerta hizo salir a dos niños pequeños a los empujones, un varón de menos de diez años y una niña, que el varón sostenía en brazos, que apenas llegaría al año y no dejaba de llorar. Pero ni todo el llanto de la niña fue suficiente para ocultar el sonido de los golpes en el interior.
El equipo de operarios descargó los troncos de ese camión y volvió a acomodarlos en el camión vacío. El tercer y el cuarto camión les tocaba a otro grupo de operarios, luego vendría el último grupo a ocuparse de los siguientes dos antes de que el primero tuviera que volver al trabajo. La tarde se iría y llegaría la noche antes de que terminaran.
―Encontré tu guante ―dijo uno de los operarios a otro―. Toma.
―¿Dónde estaba?
―Debajo de aquel tronco. Apareció cuando comenzamos a moverlo.
―Lo recuerdo, sí ―dijo el dueño del guante colocándoselo con los ojos entrecerrados―. Se enganchó con algo y sentí como abandonaba mi mano.
―Pero ahora ha regresado.
―Así es, ha regresado. Gracias por encontrarlo.
―Ojala no vuelva a perderse.
Así lo espero, pensó el dueño del guante.
Pero aquella no era la primera vez, y probablemente tampoco sería la última, en que alguno de los operarios perdiera o se le cayera algo durante el trabajo y algún otro lo encontraría entre los troncos del siguiente envío.