domingo, 14 de abril de 2024

Sísifo(s)

Vieron llegar los camiones a través del largo camino de tierra, la polvareda llegó primero, el ruido un poco después, el olor al gasoil mal quemado de los motores viejos impregnó el aire por el resto de la tarde. Eran varios camiones, más de los habituales. El que conocía los números dijo eso, que eran muchos, es decir, más de cuatro, pero menos que bastantes. Todos estaban igualmente cargados hasta el tope con los mismos troncos de gruesos árboles que parecían recién talados y que alguien cargara en algún otro lugar, ahora ellos debían trasladar de un camión a otro para que continuaran su camino hacia el aserradero donde se convertirían en postes telegráficos, vigas, durmientes, tablas, palos de escoba, escarbadientes, aserrín o vaya uno a saber qué.
    Pasarían la tarde allí, lo sabían y no podían quejarse porque a nadie le importaba lo que ellos pudieran decir.
    El primer camión se acercó a la zona de carga y descarga, donde esperaba otro camión vacío en el que debían acomodar los pesados troncos. Los seis miembros del primer equipo de operarios comenzaron a trabajar mientras el conductor del camión se acercaba a las casillas del personal de consuelo, esas a las que los operarios no tenían permitido ingresar. Un dejo de envidia, mezclado con odio y desprecio, los recorrió sin que pudieran hacer nada al ver en cuál de las casillas ingresaba.
    Poco más tarde el camión antes vacío ya estaba cargado y preparado para continuar el viaje. El conductor regresó, se subió a él y lo puso en marcha. Una pesada nube de combustible mal quemado envolvió a los operarios. Luego de dejar calentar el motor un par de minutos, se alejó por el mismo camino por el que llegara.
    Le tocó el turno al segundo de los camiones, que se acercó al espacio que quedara vacío, el conductor apagó el motor, descendió y se acercó a una de las casillas. Antes de cerrar la puerta hizo salir a dos niños pequeños a los empujones, un varón de menos de diez años y una niña, que el varón sostenía en brazos, que apenas llegaría al año y no dejaba de llorar. Pero ni todo el llanto de la niña fue suficiente para ocultar el sonido de los golpes en el interior.
    El equipo de operarios descargó los troncos de ese camión y volvió a acomodarlos en el camión vacío. El tercer y el cuarto camión les tocaba a otro grupo de operarios, luego vendría el último grupo a ocuparse de los siguientes dos antes de que el primero tuviera que volver al trabajo. La tarde se iría y llegaría la noche antes de que terminaran.
    ―Encontré tu guante ―dijo uno de los operarios a otro―. Toma.
    ―¿Dónde estaba?
    ―Debajo de aquel tronco. Apareció cuando comenzamos a moverlo.
    ―Lo recuerdo, sí ―dijo el dueño del guante colocándoselo con los ojos entrecerrados―. Se enganchó con algo y sentí como abandonaba mi mano.
    ―Pero ahora ha regresado.
    ―Así es, ha regresado. Gracias por encontrarlo.
    ―Ojala no vuelva a perderse.
    Así lo espero, pensó el dueño del guante.
    Pero aquella no era la primera vez, y probablemente tampoco sería la última, en que alguno de los operarios perdiera o se le cayera algo durante el trabajo y algún otro lo encontraría entre los troncos del siguiente envío.

sábado, 6 de abril de 2024

Intento N° 37

Le estaba llevando más tiempo del que había pensado, porque no tenía las herramientas necesarias, la fuerza para llevarlo adelante ni la voluntad de terminar con eso que en verdad ya no tenía sentido. Hacer el pozo con una pala de punta hubiera sido más fácil y rápido, incluso en esa tierra reseca y dura que a los pocos centímetros se volvía como una piedra. Al menos había entrado en calor por primera vez en todo el largo y penoso invierno, pero no era suficiente, ya tendría que saber cómo hacer las cosas, como hacerlo todo por su cuenta. En lugar de eso seguía siendo el mismo inservible de siempre. Ni siquiera se le había ocurrido conseguir una pala de punta para hacer el maldito pozo, todo sería diferente si hubiera pensado antes de empezar.
    Miró el cielo gris, cerrado por una única nube de un tamaño imposible de definir porque llegaba más allá de dónde podía ver, lo que no era mucho, por la miopía. Miró el cielo buscando algo diferente al gris y no lo encontró, como sabía que sucedería. No se sorprendió. Intentó clavar la pala en la tierra y apenas se hundió un par de milímetros, la pisó, se paró sobre ella e hizo fuerza sin la menor suerte. Al hacer palanca con el mango de la pala con suerte logró desprender un puñado de esa tierra dura que no se rompía, no se abría, no se dejaba mover.
    Le dolía el hombro, la muñeca, el pie, ya no tenía ganas de seguir con eso, ya no quería hacer nada de lo que tenía que hacer, prefería abandonarse sin más a lo que quisiera ocurrir y lo haría, sin dudas, si supiera que eso no adelantaría ni retrasaría el final. El no saberlo era el único motivo para continuar. Claro que si tuviera una pala de punta sería más fácil.
    También podría esperar al verano, suponiendo que volviera a haber verano en los próximos meses o años y que llegara a verlo. Otra vez lo mismo, no era por ahí por donde tenía que ir, lo mejor era seguir. Y si no terminaba el pozo ese día volver a intentarlo al siguiente, o al día que siguiera después de ese. Con la pala de punta sería más fácil, lo sabía, pero no, se había quedado con la otra, la mejor decisión de su vida, sin dudas.
    Intentó clavarla una vez más dando un golpe con toda la fuerza que podía con su cansado cuerpo, pisó la pala para hundirla un poco más, hizo palanca para que la tierra saltara y volvió a empezar. La tarde se terminaba, la coloración un poco más oscura de las nubes, apenas imperceptible para quien no conociera aquel manto imperturbable, así se lo decía.
    También el aire cambiaba, esa brisa apenas perceptible era suficiente para enfriarle el cuerpo. Debía cubrirse si no quería volver a enfermarse, y aunque lo quisiera, primero tenía que terminar el pozo, si no era ese pozo sería algún otro, el que tal vez comenzara mañana, o el del día siguiente, daba lo mismo, con que terminara alguno de los pozos sería suficiente.
    Decidió que ya había hecho bastante.
    Se alejó arrastrando la pala detrás de sí a lo largo del que fuera el jardín de la casa esquivando los otros pozos a medio terminar y otros que apenas eran un esbozo. Dejó la pala en el cobertizo de las herramientas, en la oscuridad del interior le pareció ver una pala de punta y el pico. Si al día siguiente, o al día que siguiera después de ese, lo recordaba, volvería a mirar. Si era así podría, por fin, hacer el pozo del tamaño adecuado y por fin descansar sabiendo que ya estaba lista su futura tumba.

sábado, 30 de marzo de 2024

Tal vez soñar

He vuelto a soñar. Contigo. Llevaba tanto tiempo sin hacerlo, sin soñar, que resultó una novedad. Algo diferente a lo que recordaba. Pero a pesar de las diferencias, el sueño era más o menos el mismo. Tal vez sea que, a pesar de la distancia, a pesar de que quiera creer lo contrario, sigo siendo el mismo.
    Es cierto que en ese sueño no pasaba mucho, solo estaba allí, haciendo esas cosas sin sentido que uno se acostumbra a hacer y que llama rutina para no pensar en lo que hace, en lo que no hace, en lo que es, en quien es. Hacía mis cosas. Por eso sabía que era yo. Por eso sabía que soñaba contigo, aun cuando dicen que todos los sueños son sobre nosotros mismos. Pero eres tan parte mía como yo ya no lo soy de ti, así que sí, era un sueño sobre mí, y sobre ti.
    Llevaba tanto tiempo sin hacerlo, sin soñar(te), que fue una sorpresa, algo que podría pasarle a otro pero no a mí, no en este momento. No estaba solo en el sueño. Casi nunca lo estamos, en cierto. Pero en este sueño en particular estaba yo y estabas tú y estaba todo lo que no fuimos, que es mucho más de lo que alguna vez fuimos. No es divertido darse cuenta de algo semejante. Sin embargo, así fue.
    Al despertar entendí lo que sentía cada mañana en mis ojos.

sábado, 23 de marzo de 2024

El sentido de la vida

Siendo pequeño tuve la ocurrencia de lamer la punta de mis dedos índice y mayor antes de pasarlos por sobre un tomacorriente para ver qué se sentía. Esperaba algo como una recarga automática de mis energías, porque ese día estaba muy cansado, o que todo lo que aprendiera en la escuela cobrara algún sentido, tal vez que mi sangre fluyera en la dirección contraria o ver a través de las paredes. Esperaba, en fin, que ocurriera algo que finalmente no sucedió porque los tomacorrientes son cada vez más seguros y la vida doméstica cada vez más aburrida.
    Habría continuado más o menos igual por el resto de mis días de no haber sido porque, de casualidad mientras hacía otra cosa, encontré el sentido de la vida. Eso que atormenta a los filósofos desde el inicio del pensamiento, eso para lo que se han pensado tantas respuestas con mayor o menor sentido, eso que muchos omiten pensar para no amargarse al descubrir su incapacidad para pensar algo con cierta coherencia, eso que muchos responden como queriendo sonar graciosos “hacia la derecha” o “hacia la izquierda” o “hacia allá” y señalan en cualquier dirección con la mano. En definitiva, por pura y mera casualidad, acababa de encontrar eso mismo.
    Dejé lo que estaba haciendo en ese momento, que pasó a tener una importancia cercana a la nulidad, para anotar la fórmula de la felicidad, la respuesta a esa cuestión milenaria, que me haría conocido a nivel humanidad una vez que todos conocieran y aceptaran mi mensaje.
    Estaba tan feliz que olvidé el resto de mis deberes correspondientes al turno de trabajo obligatorio. Esto llamó la atención del encargado de la sección en la que me encontraba esa semana, quien rápidamente se apersonó en el habitáculo. Me encontró, según su recuerdo, apenas cubierto con unos calzoncillos no del todo limpios, apestando como un jabalí ―lo busqué en un diccionario y resulta ser alguna clase de animal que, al parecer, apesta―, de pie y con la mirada perdida balbuceando incoherencias mientras escribía frenéticamente sobre una servilleta de papel. Cuando logré salir de mi estado de exaltación le expliqué lo que acababa de sucederme, el descubrimiento al que recientemente llegara y como ya no podía seguir ocupado en mis tareas sino que debía ser relevado de ellas para poder escribir sobre mi descubrimiento.
    El encargado de la sección se sorprendió porque no sabía que yo supiera escribir, conocimiento innecesario para la realización de las tareas que se me asignaran, según dijo. Luego me pidió que le explicara cuál era el descubrimiento del que hablaba.
    Le mostré mis notas originales, manchadas de sudor y grasa de la pizza aceitosa que nos dieran de almuerzo, sin intentar reprimir mi sonrisa, mi alegría cercana al éxtasis porque era incapaz de algo como eso.
    El encargado miró el papel durante un largo rato, leyó y releyó mis notas sin que su expresión de perplejidad se modificara en lo más mínimo, podía percatarme de esto por el movimiento de sus ojos aunque yo no sabía que él supiera leer. Pero se demoraba en aceptar mi descubrimiento y mi ansiedad era mucha.
    ―Esto podría cambiar a la humanidad, es un paso adelante hacia la realización de la especie. Como el descubrimiento del fuego, la sopa con pan, el sexo por placer y el helado que no engorda. ¿No le parece?
    ―No ―respondió secamente. Y si en lugar de su respuesta me hubiera golpeado la nuca con una barra de hierro, el golpe me hubiera dolido menos.
    ―Pero… ―intenté defenderme de alguna manera sin saber cómo.
    ―Usted no entiende. Por eso está destinado a tareas manuales y no en los niveles intelectuales. Estas cuestiones están por fuera de sus capacidades, de sus posibilidades.
    ―No entiendo.
    ―Es lo que acabo de decirle en la línea de diálogo anterior: Usted no entiende. Ya nadie pierde el tiempo buscando repuestas a estas cuestiones vacías e innecesarias.
    ―Al contrario, creo que es algo muy importante.
    ―Ya no lo es.
    ―Pero, ¿por qué? ―dije sintiendo que mi esfuerzo, mi vida, mi ser, había sido y era en vano y que, además de eso, se acumulaban las tareas pendientes.
    ―Es sencillo, aunque no lo entenderá. Se lo diré y luego dejará de perder tiempo para volver a trabajar ―dijo guardando la servilleta en uno de los bolsillos―. El sentido de la vida es que la vida no tiene ningún sentido.

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Inicio del Espacio Publicitario:

En el N°97 de la Revista digital El Narratorio, se publicó el relato No se gana sin antes haber perdido.

Pueden pasar a leerlo.

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sábado, 16 de marzo de 2024

Solo su risa, nada más

Aun con los ojos vendados, mis manos atadas, la mayor parte de mis movimientos restringidos, reconocí su risa. No tenía dudas de que era ella. No podía ser nadie más. Su risa era única. Su risa era una más de las cualidades de su ser. No, esto está mal, su risa no era una calidad más de su ser, su risa era/es su ser. Había sido esa misma risa la que me condujera por caminos cada vez más oscuros, en los que la fantasía se entremezclaba con el miedo, el terror más cerval, la cercanía del horror y cosas peores cuyos nombres no me atrevía a aprender. Siendo que ni siquiera podía nombrar esos lugares, esos actos, mucho menos me imaginaba como su protagonista.
    Sin dejar de reír en ningún momento, rozó cada parte de mi anatomía con sus dedos, deteniéndose allí donde su tacto despertaba mis cosquillas; lamió mi rostro, mi pecho, mi abdomen y todo lo que se encontraba debajo como si de allí manara el néctar más delicioso del mundo.
    Me dejé llevar cuando sus manos rozaron mi cuerpo, me dejé hacer cuando sus dedos se metieron en mi boca, me dejé llevar por cada movimiento de su cuerpo sobre el mío, me dejé hacer por su lengua. Sentía una tibieza sin igual que nacía de esa risa entre histérica y divertida que se mezclaba con gemidos y suspiros y que algunas veces era suya y otras tal vez era mía. Cierto que cada vez me costaba más respirar, pero su risa me acompañaba y eso era lo más importante. Cierto que apenas podía pensar, pero su risa me acompañaba y eso era lo más importante. Cierto que mi mundo se volvía más oscuro de lo que ya era debajo de la venda, pero su risa me acompañaba y eso era lo más importante. Cierto que lo olvidé todo cuando el frío envolvió mi cuerpo por un breve instante antes de que el dolor lo reclamara, pero su risa, su frenética risa, me acompañaba, su risa era lo más importante y estaba allí para mí, para mí, solo para mí y para nadie más.